“Ya estás otra vez”, y se da media vuelta en la cama para darle la espalda y así protegerse de otra sesión de “cuando me muera”. Y es que cuando se pone boca arriba antes de dormirse y empieza a divagar, y comienza a hablar sobre la vejez y la muerte, no hay quien la soporte. Trata el tema de forma tan banal y alejada de cualquier sentimiento que cualquiera diría que está deseando morirse. Me pone enfermo. Ya llegará ese momento, para qué adelantar algo que producirá tanto dolor. Además, soy zurdo, no para de repetir que los zurdos mueren antes según no sé que estadística que se ha buscado. Y hombre, también soy hombre, así que ocho meses de retraso en mi nacimiento respecto a ella no compensará para que ella muera antes que yo.
Y es que ella siente un miedo controlado, por verlo aun lejos, a envejecer, a no poder valerse, a llegar un día en el que otros puedan decidir por ella. No en vano, es algo que ve a diario. Se ha prolongado la vida de las personas, pero duda mucho de la calidad de esa vida añadida, o de incluso si podría entrar en alguna acepción de esa palabra.
Cuerpos que solo conservan algunas de sus funciones básicas, sin capacidad para relacionarse, de miradas perdidas o fijas más allá de cualquier cosa que puedas observar en esa dirección, de pieles frágiles rotas por heridas de presión, posturas imposibles de cambiar y respiraciones sonoras… siente un dolor punzante en el centro del corazón cada vez que se cruza con uno. Trata de obtener alguna señal que le diga que aun queda algo de lo que fue ahí dentro, la mayoría de las veces sin respuesta.
Ese cuerpo dejó de comer. Desaprendió como tenía que masticar, envolver los alimentos de saliva que ya es un lujo y tragar cerrando la glotis y abriendo el esfínter esofágico superior. “No podemos dejar que muera de hambre” (dice la familia, o un médico que solicita la intervención, o tal vez el médico ha solicitado la intervención por voluntad familiar).
Entonces se cita. Lo preparamos todo para realizar una gastrostomía endoscópica percutánea, un túnel desde la cavidad gástrica hasta la superficie de la piel atravesando los planos que las separan, para pasar una sonda que nos permita seguir alimentando a lo que quede de alma encerrada en la cárcel que es hoy su cuerpo. Y es imposible que no te cuestiones si lo que estás haciendo está bien, si no estarás contribuyendo a prolongar un sufrimiento evitable y que hace tiempo dejó de tener sentido.
Le da igual que él se haya girado como alejándose todo lo que puede de ella en una cama de 135 cm. “Yo seré dueña de mi cuerpo. No quiero dejar a otros la difícil elección de qué hacer cuando me quede un hilo de vida. Haré mis voluntades anticipadas y solo tendrán que consultarlas para saber que conmigo no tendrán que hacer nada, solo dejarme ir”. Alex se enfada. No está seguro de en qué momento establecerá ella el punto crítico en el cual deberían dejarla ir. “Si por ti fuera, te quitábamos de en medio en el momento en el que ya no pudieras correr”. Ella tampoco lo tiene claro. Sigue pensando boca arriba, y aunque no quiere decidir, se convence de que tiene que hacerlo para no dejar esa responsabilidad a aquellos que la quieran (o no).

