Mientras permanecía sentada o medio recostada la tarde del domingo posterior al cambio de hora, con un atardecer demasiado temprano entrando por la ventana del salón, poco a poco empezaba a sentir más atenazados el pecho, y parte de la garganta.
Me pasé la mañana haciendo labores del hogar, ordenando ropas y llevando a cabo otras tareas semiautomáticas que requieren de poca atención y te permiten dejar la mente en blanco o divagar en pensamientos que no te llevan a ninguna parte.
En nada, llegó la hora de preparar el almuerzo.
Por la tarde había pensado salir de casa, ya fuera para ir de visita al hospital, o para dar una vuelta, o para correr, o para ver a mi madre…
Pero me quedé en casa dejando las horas pasar.
Hubo un momento en el que me sentí culpable por mi falta de voluntad por abandonar la postura horizontal.
En mi cabeza iban pasando tareas pendientes que iba desechando de la misma manera que Tom Cruise manejaba la información desde la sala de los precog. Lista infinita, pero ninguna de las tareas lo suficientemente estimulante para sacarme en ese momento de mi estupor.
Día de descanso de entrenamiento.
Día de preparar la semana.
Día de no hacer nada…
Pero…, no hacer nada parece que hace tiempo dejó de ser una opción.
Me compré el libro “La sociedad del cansancio”. Escuché sobre él el mismo día por dos lados distintos, aunque ambos en Instagram. El autor, nacido en Korea del Sur y afincado en Alemania, filósofo, recibía hace unos días el premio príncipe de Asturias. Al mismo tiempo, Verónica, de la tienda La Vega de Acá, publicaba en su story que estaban haciendo una lectura de este ensayo de apenas 80 hojas. Yo, aun estoy esperando que me llegue.
Él dice algo así como que nos creemos libres y que, sin embargo, somos nuestros propios esclavos, en una sociedad en la que nosotros mismos nos exigimos ser mejores cada día porque podemos, porque tenemos que rendir más, ser más eficientes, más guapas, más listas, más activas, más comprometidas con una nutrición adecuada… llegando a una autoexplotación que hace imposible que “no hacer nada”, la contemplación, o descansar tengan cabida.
Tenía razón MC cuando me decía que yo necesitaba entrenar quedarme en el sofá sin ningún regomello. Si lo hago, las pulsaciones me suben hasta tal punto que se adueña de mi una inquietud que solo se calma si consigo hacer algo. Ayer fue pintar. Era una tarea pendiente.
Pintar me dejó absorta en la mezcla de colores y en la concentración necesaria para no salirme del trazo. Hizo que las horas fueran pasando liberándome del pase de diapositivas mental de las tareas pendientes y de pensamientos parásito. La mente se quedó en blanco.
La hora de acostarse llegó con la vuelta de Daniela después de un fin de semana de competición, en Madrid para ella, en Almería para su hermana. Ambas lo hicieron bien. Ambas volvieron contentas.
De momento, aunque tengan poco tiempo, ambas saben disfrutar de no hacer nada. Así descansa el alma.
El cansancio del alma se hace más patente en otoño, o por lo menos a mí me lo parece. Es el cansancio de no poder parar, de tener que sentirte siempre capaz.
Menos mal que mi rato de entrenamiento hace que tenga paz y también descanse el alma.

