Nos mira mientras le explicamos lo que vamos a hacer.
Nos mira, probablemente sin entender ni una palabra, o tal vez oyendo las palabras que no formarán ninguna frase que pueda entender en cuanto rebote en los recovecos de su cerebro. Su cabeza está ocupada por un deseo: irse. Quiere irse cuanto antes, pero tiene miedo.
Tiene miedo porque le duele el estómago desde hace días y ayer las heces fueron negras y pegajosas, olían fatal (peor que nunca), y se encontró débil, y se mareo, y se la encontraron tirada en el suelo… y quien no conoce a alguien a quien le pasó algo similar y lo dejaron ingresado, y luego… Pero bueno, a ella esto le pasa casi todas las primaveras. “Es llegar la primavera, y me pongo fatal el estómago”. Esa afirmación me hace recordar las clases de historia de la medicina, donde los griegos hablaban de humores y de enfermedades según las estaciones del año…
La miro desde los pies de su cama, apoyada en la bandeja donde hace unos años aun dejábamos las historias médicas de urgencias escritas a mano, y ahora responsan mis codos, descargando mi cuerpo cansado de día, y mi mente cansada de ir navegando entre síntomas que me lleven a un diagnóstico probable.
Ella quiere irse, a pesar de que ayer se mareo y se cayó al suelo.
Yo le explico: “Depende de lo que encontremos en la gastroscopia, aunque la última palabra siempre será suya. Nosotros le recomendaremos lo que hay que hacer, y usted decidirá”.
Y ahora, tumbada en su cama, cuando yo termino de hablar, me dice lo único que a ella le interesa, que se tiene que ir. Yo, sigo apoyada en la bandeja que hay sobre los pies de esta cama de hospital que empieza a parecer un armatoste insufrible para quien tiene que transportarla de un lado a otro.
Me mira fijamente desde unos ojos hundidos subrayados por dos ojeras que sobresalen aun más por la palidez de su cara. “Pero es que yo no puedo quedarme”, y rompe a llorar, y casi tiembla. Y las lágrimas van inundando el rostro y no le dejan hablar.
Se tiene que ir.
Yo espero paciente a que pueda contar, si quiere, que le ocurre, aquello que le preocupa tanto como para despreocuparse de su vida, y me empiezo a acordar de historias de vidas realmente terribles que en algún momento compartió conmigo algún paciente durante estos años atrás.
Es curioso como cada uno tenemos una manera de afrontar la vida, las cosas que en ella pasan. Cómo nuestra realidad, será distinta a la de cualquiera, aunque el transcurso de los acontecimientos que acontecen ante nuestros ojos pueda ser clavado a los de al lado.
Lo que somos y nuestras experiencias determinan que vivamos en continua alarma, o en continua paz, o un poco de cada.
Su hijo se examina de la prueba de acceso a la universidad en dos semanas y ella tiene que estar en casa, porque si no, él se pone muy nervioso. Y además, su hija, que vive en Murcia, se vuelve a Almería, y la tiene que ayudar con la mudanza. Y ella no puede faltar a menos que esté muerta. Ella tiene que estar ahí al pie del cañón.
Pero está su padre.
Ya, pero es ella la que se encarga, la que se preocupa, la necesaria… Y sufre por la posibilidad de que la dejemos ingresada. Y sufre de una forma que a mí me parece desmedida. Y tengo la sensación de que sufre por todo, de que probablemente siempre viva en alerta, como si un león viniera a comérsela de continuo.
Y todo ese miedo empeora su salud. Porque el miedo, que reside en su cerebro, puede viajar a través de sus neuronas hasta sus glándulas endocrinas, e inundar su torrente sanguíneo de hormonas que le hagan vivir en un interminable estado de alerta que solo terminará dañando sus órganos, empeorando su microbiota intestinal, aumentando su tensión golpeando las paredes de sus arterias hasta dejarlas rígidas, no dejándola dormir y así prescindiendo del efecto reparador del sueño, disminuyendo el aporte de oxígeno a todas partes, simulando enfermedades y haciendo realidad otras…
No podemos elegir lo que nos pasa, pero sí nuestra respuesta a lo que nos pasa.

